MASSIMO MODONESI DERECHIZACIÓN, POPULISMOS Y LUCHA DE CLASES

Revista Memoria

Consideraciones coyunturales

Evocando y conectando distintos acontecimientos políticos recientes que aparecen diseminados en este número de Memoria, expondré de forma extremadamente sintética algunas consideraciones puntuales sobre los procesos de fondo que, me parece, les subyacen. Tales procesos remiten, en última instancia, a las turbulencias propias de la lucha de clases, a una correlación de fuerzas derivada de un momento histórico cuando las clases dominantes tienen la iniciativa y están a la ofensiva, mientras que las subalternas se defienden recurriendo a la resistencia, a luchas intensas pero esporádicas e inorgánicas o a agrupaciones de tipo social o partidario, estas últimas con un formato tendencialmente populista y nacional-popular.
I

Mientras en América Latina se cierra un ciclo de cesarismos y revoluciones pasivas progresistas, en Estados Unidos la derechización sale de sus cauces ordinarios y adquiere el rostro populista regresivo y reaccionario de Donald Trump, expresión típicamente local de una variante subversiva del repertorio de estrategias de clases dominantes que intentan sobrevivir a su fracaso y apelan a los sectores más retrógrados de las clases medias y bajas blancas. La pugna intraburguesa se resolvió en este caso en favor de la opción reaccionaria y habrá que ver hasta dónde volverá a encauzarse real o aparentemente en el marco institucional y conservador propio del bipartidismo estadounidense. Frente a la crisis de legitimidad de los sistemas políticos liberales vuelve, pero de manera peligrosa en el corazón del imperio, una fórmula de populismo que ya mostró su eficacia en la historia reciente con personajes igualmente improvisados y supuestamente insostenibles como Berlusconi, pero que evoca también rasgos de otras figuras lamentables de la historia reciente latinoamericana como Fujimori o Uribe, para poner sólo los ejemplos más destacados.
El efecto histórico del populismo de Berlusconi en Italia (tres veces primer ministro entre 1994 y 2011) resultó más agresivamente reaccionario y regresivo en el terreno político-cultural que en el socio-económico, donde se limitó a cabalgar los vientos privatizadores y mercantilizadores en curso. El daño epocal, que marcó una siniestra distinción de Italia en Europa, fue particularmente sensible en el retroceso cultural que desplazó de modo claro hacia la derecha –en una combinación de individualismo propietario, consumismo, machismo, nacionalismo y racismo– el sentido común reinante en un país donde la izquierda había logrado importantes conquistas y un notable arraigo social. Esta configuración hegemónica conservadora constituyó la plataforma de consenso para ulteriores contrarreformas neoliberales, no casualmente asumidas por gobiernos progresistas como el actual, encabezado por Matteo Renzi, del centrista Partido Demócrata, y sustancialmente aceptada por la principal oposición de centro-izquierda: el Movimento 5 Stelle.
En Europa y en América Latina es evidente que la derechización, como dinámica sistémica e institucionalizada pero que incluye sobresaltos extremistas y reaccionarios, es un proceso histórico de mediana duración que viene de la mano de una progresiva desizquierdización, un equivalente debilitamiento paulatino de la izquierda como fuerza política y como contrapoder social y cultural y un desplazamiento de los valores, creencias e imaginarios que le daban enraizamiento y consistencia. Este giro no alcanza a ser compensado por la difusión de valores asociativos y civiles y la persistencia de luchas sociales defensivas, aunque éstas logren conquistas puntuales en el terreno de los derechos civiles y constituyan el dique realmente existente frente a las tendencias de fondo en favor del capital y de las configuraciones societales que le corresponden. Un botón de muestra reciente de esta correlación de fuerzas puede ser, aun en una versión extrema, la cuestión de la paz en Colombia que, si bien supone un proceso que genera esperanzas y tiene un valor humanitario incuestionable, no deja de ser dominado por una lógica conservadora y disputado entre dos derechas –la liberal moderada que la impulsa y la populista ultra que se le contrapone– frente a una guerrilla que negocia su derrota, su retirada y su supervivencia como partido político y, en el trasfondo, fuerzas populares y de izquierda golpeadas y desarticuladas y un movimiento ciudadano reticular que tienen escaso peso y pocas perspectivas que, aun en los sobresaltos de lucha, como en el caso de las movilizaciones estudiantiles y campesinas de los años recientes, no dejan de moverse en un plano defensivo.
En Colombia, pero aún más en países donde las izquierdas y las clases subalternas fueron menos golpeadas y debilitadas, en medio de una tormenta derechista de medio y largo alcances, la lucha de clases tiene un límite irreductible y se manifiesta no sólo como iniciativa desde arriba sino como resistencia y lucha desde abajo, así sea en formatos o con horizontes simplemente resistenciales. En un escenario de sociedades capitalistas donde persisten estructuras de clases, donde subsisten y se reproducen profundas desigualdades y relaciones de dominación y explotación, no se cumple la utopía o espejismo –compartido por liberales, socialdemócratas y populistas– de una expansión tal de las capas medias que contraste la dislocación polarizada de las clases principales. Al persistir esta polarización constitutiva, aun con formas en constante transformación, perduran las dinámicas políticas que le corresponden, quedando en pie –mutatis mutandis– las condiciones de existencia de las opciones políticas que caracterizaron la disputa clasista desde el siglo xix: conservadoras y reaccionarias, por una parte; reformistas y revolucionarias, por la otra.
II
Objetivas e históricamente determinadas, tales condiciones, en el caso de la opción revolucionaria, parecen no encontrar en nuestros días correspondencia subjetiva, dinámicas y sujetos que las sostengan e impulsen a una escala masiva. Al desgastado reformismo socialdemócrata, subsumido al neoliberalismo como su variante social-liberal, parece imponerse como única alternativa para las clases subalternas el camino populista, en versión progresista, nacional-popular y plebeya. Sin embargo, pese a las apariencias, no toda construcción política eficaz responde inevitablemente a una razón populista, como sostuvo Laclau, sino que el populismo es una hipótesis entre varias, una específica posibilidad histórica de proyecto o proceso de revolución pasiva, como sugería Gramsci, que se manifiesta de modo concreto en distintas combinaciones de rasgos progresivos y regresivos.
En tiempos de crisis de la gobernabilidad liberal-democrática y de sus sistemas políticos y de partidos, este formato ha sido utilizado tanto para dar una salida por derecha, para sostener y profundizar la derechización, como por movimientos progresistas y nacional-populares en América Latina y Europa. En América Latina, esto ha permitido abrir un significativo y prolongado ciclo progresista sobre cuya trayectoria y crisis actual se ha escrito mucho y al cual me he referido en varias ocasiones. Además de los fenómenos de Bernie Sanders y Jeremy Corbyn en antiguas estructuras partidarias como el Partido Demócrata estadounidense y el Laborista británico, en la Europa mediterránea surgieron las expresiones más novedosas de este fenómeno, dando vida a nuevas organizaciones, unas más de izquierda y otras de perfil más ambiguo: Syriza en Grecia, Podemos en España y el Movimiento 5 Stelle en Italia.
Todas ellas, al margen de sus diferencias y su distinta colocación en la oposición o en el gobierno (nacional o local), contuvieron el ritmo desenfrenado de la derechización a nivel político, pero tampoco terminaron por encontrar fórmulas organizacionales, ideológicas y programáticas que lograran combinar establemente pragmatismo y radicalidad, movilización y capacidad de gobierno y, tras un arranque prometedor, están sufriendo un estancamiento en el laberinto de sus contradicciones. Así, en el mediano plazo, parecen ser otro tipo de expresión de la desizquierdización de fondo, manifestada incluso allí donde, a contracorriente, cunde la lucha política de clases, y se reaniman formatos y prácticas de movilización por medio de los cuales se politizan nutridas camadas de jóvenes.
Sobre la naturaleza híbrida de estos fenómenos, tiende a bifurcarse la interpretación entre quienes, desde una perspectiva anticapitalista, sostienen que, aun con estas limitaciones, frente a la amenaza de una mayor derechización, el cesarismo progresivo o populismo de izquierda europeo y latinoamericano representan algo positivo, progresivo, un mal menor o un freno a una deriva peligrosa hacia una crisis civilizatoria y quienes consideran que, por el contrario, se trata de una variante nacional-popular del neoliberalismo –que sustituye a la socialdemocracia en su función de oposición leal– con formas, contenidos, matices y orientaciones progresistas que ocultan su carácter de fondo que comporta tanto un grado de manipulación como de generación de expectativas, confusiones y frustraciones que impiden canalizar el descontento hacia una oposición radical que refleje cabalmente los intereses reales de las clases subalternas.
III
En México, este escenario y los debates que le corresponden giran en torno a la caracterización del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), formación política que abandera una perspectiva nacional-popular en un país neoliberalizado sumergido en una dramática crisis orgánica que incluye y combina crisis económica, descomposición social, violencia endémica y corrupción generalizada. Al mismo tiempo, si bien cumple un papel histórico de contención de la derechización más virulenta, Morena no deja de expresar en su seno la tendencia a la desizquierdización mencionada a nivel general y que tiene una trayectoria específica en el país –por cierto, poco estudiada al margen de algunos estudios politológicos sobre el Partido de la Revolución Democrática (PRD)–. La centralidad del liderazgo carismático, las formas de organización y el discurso que de allí se desprenden, así como los grupos dirigentes y el programa, muestran que Morena tiene rasgos claramente más conservadores de los del PRD surgido en 1989 –que mantuvo características izquierdistas por lo menos hasta 1997 y quizás hasta 2000, aun en medio de fuertes tendencias nacional–populares y socialdemócratas que, a la postre, se fueron imponiendo–. Si bien algunos aspectos plebeyos de Morena le otorgan un anclaje social, una disposición a actuar en sentido distinto de la partidocracia –como ocurre con muchos militantes y dirigentes honestos– y se traducen en propuestas programáticas de corte redistributivo y nacionalista, al mismo tiempo, como se constató en su segundo congreso nacional extraordinario, las dinámicas internas están centradas en la iniciativa y la elaboración política del líder. Los lineamientos programáticos que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) propuso tienen como eje fundamental el combate de la corrupción y, como se señala de manera explícita, implican reformas limitadas: reducen democracia a honestidad y autoritarismo a corrupción, no consideran una reforma fiscal progresiva, no cuestionan la concentración de la propiedad de los medios de producción, no se refieren a nacionalizaciones ni siquiera en algunos lugares estratégicos y tampoco incluyen una clara postura frente a la penetración de capitales extranjeros. Al margen de las polémicas preelectorales puntuales que surgirán al respecto, es sintomático de la derechización sistémica en curso que el horizonte programático de Morena para las elecciones de 2018 parece menos progresista que el de las de 2006 y de 2012, aunque dentro de las mismas coordenadas ideológicas donde el pueblo es el protagonista del cambio; y la nación y los pobres, los beneficiados con las reformas, contenidos pero sobre todo formas, cosmovisión y lenguaje que remiten a una configuración populista clásica, ajena a la influencia del izquierdismo socialista, comunista, marxista y clasista. En el principal partido de oposición real en México, colocado a la izquierda del espectro partidario electoral, desaparece todo rastro de la perspectiva ideológica, de politización, de formación y educación política de origen socialista y se instala definitivamente otra, heredada del nacionalismo revolucionario, cuya eficacia en clave política y electoral habrá que evaluar.
Al margen del pragmatismo de lo posible en el horizonte de la lucha política en el corto plazo, luchar por una alternativa anticapitalista y socialista implica impulsar una visión del mundo. Ésta requiere reconstruirse al margen del sistema de partidos existentes y de la lógica inmediatista del mal menor, para difundirse en la politización de sectores populares, de una generación de jóvenes críticos y combativos, en las experiencias antagonistas de movilización y organización que no dejan de aparecer espontáneamente en el irreductible campo de la lucha de clases.
Mientras esto ocurre, a un ritmo, una amplitud y con perspectivas difíciles de evaluar, habrá que oponerse francamente a los populismos de distintos color y orientación pero sin confundirlos, reconociendo que combinan de forma muy diferente rasgos progresivos y regresivos. En el México dramático de nuestros días, las coyunturas –como la electoral que se avecina– requieren ser atendidas como tales, sin obviar los escenarios de fondo, de mediano-largo plazo. Entre socialismo y barbarie habrá que zambullirnos en una política hecha de distintos tonos de gris. De cara a las elecciones de 2018 se configura el debate –que auguramos fraterno– entre quienes optarán, como ha ocurrido en 2006 y 2012, por otorgar un voto útil a amlo –si tiene oportunidad de ganar– y otros que –como legítima forma de protesta– decidirán anular el voto o votar por la candidata indígena impulsada por el Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional o algún otro candidato independiente. En los meses que faltan mediará no sólo el debate sino la lucha de clases que, en las citas electorales sexenales, no deja de manifestarse de forma y con intensidades sorprendentes.

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