Isabel Rauber Unirnos o Hundirnos



 Tal la disyuntiva que apremia articular una conducción político-social continental: Soporte para una integración latinoamericana anclada en procesos populares de participación

 “Unirnos o Hundirnos”, tal la nítida y contundente sentencia y convocatoria expuesta por el presidente Evo Morales Ayma al clausurar la Cumbre Internacional por la Defensa de los Derechos Humanos y la Soberanía de Nuestros Pueblos, el 3 de agosto último, en Cochabamaba.

 Esta sentencia pone al descubierto un vacío político, patentizado en la ausencia de convergencia político-programática de movimientos y partidos, vacío que cada vez se hace más imperioso superar en los ámbitos locales y regionales y continental a partir de la articulación de movimientos sociales y partidos políticos de izquierda y progresistas, en aras de construir una conducción político-social colectiva (unificada y plural) en el continente. Esto supone la puesta en común –al menos‑ de lo que se entiende por: sujetos, conducción, articulación, horizontalidad, interculturalidad y descolonización.[1]

 La cuestión clave está en identificar y converger colectivamente en dónde esta el ancla de la política: si en el pueblo organizado participando con autonomía, o en acuerdos de cúpulas entre minorías. Estas últimas no pocas veces propensas a la mediación para la extorsión y el negocieo, presionando ‑con acuerdos por arriba‑, para conseguir beneficios a cambio de brindar apoyos coyunturales a la fuerza política gobernante. Contrariamente a tales prácticas, si una fuerza política gobernante está abocada a promover y respaldar el cambio social, entre sus tareas centrales debe estar también la construcción (política, cultural, organizacional) del sujeto político, conducción sociopolítica colectiva del proceso de cambio, en su país y en el continente. Esto es: aglutinar fuerza política parlamentaria con fuerza social extraparlamentaria, pero sin pretender subordinar ésta a la parlamentaria, sino conjugando ambas, en articulación horizontal, para constituir(se) el sujeto político colectivo, conducción político-social del proceso. Y esta labor no cesa, es una tarea política permanente.

 En el caso del PT de Brasil, por ejemplo, con los acuerdos de cúpulas el gobierno petista mantuvo la “gobernabilidad” y también impulsó y obtuvo logros significativos en lo social, sobre todo en sus primeros años de gobierno. Pero si esto se toma como horizonte político y social de la gestión, queda –como quedó‑ subsumido por el sistema en el corto plazo. La pulseada con el poder es de largo aliento y no puede quedarse entrampada en las apetencias partidarias-sectoriales propias de una coyuntura. Allí no se abrieron las puertas a la participación popular como motor de los cambios, no se dieron pasos concretos para transformar de raíz las instituciones estatales y su funcionamiento, abriéndolas a la participación ciudadana, no se hizo del gobierno una herramienta política para apuntalar y fortalecer la construcción de un sujeto socio-político colectivo. Por el contrario, se mantuvo el viejo esquema piramidal, jerárquico subordinante entre el partido y los movimientos sociales, ampliando brechas en vez de acortarlas. Ello es parte de las razones del estallido reciente de movilizaciones multitudinarias en las grandes ciudades brasileras.

 Allí ‑como ocurre también en diversas latitudes del continente‑, la ciudadanía movilizada recupera socialmente –de hecho‑ la política, anquilosada en aparatos partidario-estatales-gubernamentales. Con su accionar rebasa a los partidos políticos tradicionales de derecha, de centro, y también de la izquierda; los manifestantes expresan claramente: ¡queremos participar! Revitalizan así el corazón revolucionador de todo proceso de cambio social popular: la participación de los de abajo en las decisiones gubernamentales‑estatales y en la ejecución y control de las políticas públicas.

 Una política joven

 Con la instalación del conflicto social, la juventud movilizada reabre un tiempo político que parecía “superado” y ausente de la realidad brasileña. Estaba latente en los movimientos sociales, pero desarticulados en su analítica y orgánica no lograron estructurar un quehacer político común. De cierta manera, muchos de estos actores también relegaron –de hecho‑ el quehacer político a los partidos de izquierda, imaginando algo así como una “asignación de roles” diferenciados y distribuidos entre movimientos y partidos, que cada uno debía respetar en aras de llevar una “convivencia armónica”.

 Pero las prácticas de lucha y construcción de l@s sujeto@s afirman –en diversas latitudes‑, que este es el tiempo del protagonismo político de la juventud, de las mujeres, de los indígenas, de l@s afrodescendientes, de los movimientos sociales del campo y la ciudad. La ampliación y renovación de la política y lo político está en ellos, en sus resistencias, protestas y propuestas. Los partidos de izquierda ya deberían haber tomado nota de ello y cambiar.

 Superar la defensiva…

 El desafío en relación con el sujeto político, en tanto conducción política y social de los procesos revolucionarios, no pasa por resolver el (falso) dilema: “movimientos o partidos”, inclinando la balanza a favor de unos u otros; la tarea implica abocarse a la articulación (horizontal) de todos los actores sociales y políticos del campo popular, construyendo la convergencia estratégica común, emprendiendo –si es menester‑, las transformaciones en los formatos organizativos que reclamen las organizaciones (sociales o partidarias) en aras de avanzar hacia objetivos colectivos y dejar atrás su condición (y proyección) sectorial defensiva.

 Y esta amenaza no acecha solamente a los movimientos sociales; es el juego permanente del poder y actúa con fuerza –tal vez con mayor fuerza‑, sobre el accionar de los partidos de izquierda recortando sus proyecciones políticas y sociales de transformación confinándolos a cíclicas prácticas defensivas. Vale recordar que, como señala István Mészáros, “Con la constitución de los partidos políticos obreros —bajo la forma de la división del movimiento en un “brazo industrial” (los sindicatos) y un “brazo político” (los partidos socialdemócratas y vanguardistas)—, la defensiva del movimiento se arraigó todavía más, pues los dos tipos de partido se apropiaron del derecho exclusivo de toma de decisión, que ya se anunciaba en la sectorialidad centralizada de los propios movimientos sindicales. Esa defensiva se agravó todavía más por el modo de operación adoptado por los partidos políticos, cuyos éxitos relativos implicaron el desvío del movimiento sindical de sus objetivos originales. Pues en la estructura parlamentaria capitalista, a cambio de la aceptación de la legitimidad de los partidos obreros por el capital, se hizo absolutamente ilegal usar el brazo industrial para fines políticos.” [Mészáros, 2001: 66] Aislando la política de la economía y los sujetos sociales, aseguraban el metabolismo del sistema en sus términos de explotación y ganancias.

 Construir la ofensiva política de los pueblos

 Luchar es siempre importante, pero para quienes buscan encaminar procesos de cambios revolucionarios es imprescindible construir propuestas y agendas para gobernar las coyunturas, para que sean las luchas sociales desarrolladas a partir de ellas las que marquen el rumbo y el ritmo de los acontecimientos y definan a su favor los conflictos entre los sectores del poder y no al revés. Es decir, para que las luchas populares no sean arrastradas e instrumentalizadas en función de los conflictos entre los sectores dominantes pues, en tal caso, quedarán encerradas dentro de la lógica del poder hegemónico y serán acomodadas a sus requerimientos. De las nefastas consecuencias de ello hay sobradas experiencias en nuestra historia. Por eso, como señala Samir Amín: “De lo que se trata es de no subordinar las luchas a los conflictos, sino obligar a los conflictos a subordinarse a las luchas.” [Amin, 2001: 13]

 Precisamente por ello, construir un frente unitario de todo el pueblo como barrera infranqueable por los poderosos, diseñar un programa común capaz de guiar las luchas sociales populares evitando que éstas queden aprisionadas por los conflictos del poder, resultan tareas de suma importancia en este tiempo político continental. Es clave atender en todo momento a la relación entre conflictos y luchas, no para explicar post factum determinadas conductas erróneas, no como guía para reiteradas autocríticas improductivas entre actores del campo popular, sino para que estos desarrollen las capacidades de adelantarse en todo lo posible a los acontecimientos, de modo que les sea factible gobernar las coyunturas y no ser arrastrados por ellas.

 Es tiempo de construir y transitar nuevos caminos. Por ejemplo ‑en realidades sociales que cuentan con gobiernos populares revolucionarios‑, haciendo de los instrumentos estatales-gubernamentales herramientas de los cambios definidos con la participación popular y comunitaria gestada desde abajo. Ciertamente esto configura nuevos espacios de conflictividad sociopolítica.

 Los conflictos surgen de las nuevas realidades y sus problemas que demandan también nuevas interrelaciones entre actores diversos. En el conflicto está presente lo nuevo y desconocido, lo no previsto, y también las viejas prácticas y los viejos pensamientos y culturas, el viejo “saber hacer” y, de conjunto, desatan interrelaciones que cuajan y se expresan en los conflictos. En este sentido es importante reconocerlos como parte de los nuevos ámbitos de construcción política. Es decir: los conflictos no constituyen un obstáculo o una molestia en el proceso sociotransformador; en tanto emergen de las dinámicas sociales del proceso de cambios, son una parte natural del mismo. En los conflictos reside, específicamente ‑según se desarrollen políticamente‑, la posibilidad de que los diversos actores sociales, reducidos históricamente por el capital a una expresión demandante reivindicativa, vayan encontrándose, reconociéndose integrantes de un sujeto político colectivo que, en tanto tal, cuenta con capacidades para definir protagónicamente, en cada momento, los rumbos su historia y traccionar hacia ellos los cambios.

 Esto evidencia que la conformación del sujeto político está en juego permanentemente; que es parte del desarrollo del proceso de lucha y transformación, el cual se descubre ‑en ese sentido-, como un proceso interconstituyente de poder, proyecto y sujetos. Esto indica que no existe un ser ni un deber ser definidos a priori, que no hay sujetos, ni caminos, ni tareas, ni rumbos y resultados preestablecidos, ni situaciones irreversibles; todo está en constante disputa y debate.

 Precisamente por ello los actuales procesos democrático-revolucionarios que se desarrollan en el continente en disputa frontal con la hegemonía del poder (neo)colonial-capitalista, reclaman el creciente y renovado protagonismo de los movimientos indígenas, campesinos, de mujeres, de trabajadores, barriales, de ecologistas, pensadores populares, etcétera., junto al de los partidos de izquierda y progresistas, y a militantes funcionarios políticos de los gobiernos populares.

 No basta con que los nuevos gobernantes se aboquen a hacer un “buen gobierno”, según cánones del viejo orden; el desafío es abrir cauces para encaminar colectivamente el proceso político-social a cambiar de raíz las instituciones, la sociedad, la economía, la cultura, el poder. Un paso hacia ello pasa por articular la decisión y gestión gubernamental-estatal con la participación ‑política‑ de los movimientos sociales y el pueblo todo.

 A su vez, estos tienen ante sí la exigencia de asumir este nuevo tiempo político que han gestado desde abajo con sus resistencias y luchas. Esto demanda de los movimientos indígenas y sociales, alzarse sobre la carga cultural histórica heredada y acuñada por el capital, erigirse en protagonistas responsables de co-gobernar para el cambio. No basta con que los representados reclamen a los representantes, no basta con protestar, no basta tampoco con “tomar distancia” pretendiendo “seguir de cerca” las gestiones de gobierno, pero sin compartir responsabilidades. El quemeimportismo político es hijo de la ideología del falso descompromiso liberal, y en las actuales condiciones es funcional a la supervivencia de su hegemonía. Es central participar en la toma de decisiones y asumir la responsabilidad de llevarlas adelante, formular propuestas para impulsar el proceso de cambios haciendo realidad las consignas del pasado y las exigencias de las nuevas realidades del presente, dando –todos, en todas las dimensiones y ámbitos del quehacer político‑, los pasos necesarios para ampliar el protagonismo del conjunto de actores sociales y políticos del campo popular y del pueblo todo.
 Articular el sujeto político-social del cambio

 La construcción de la ofensiva política de los pueblos anida –en síntesis‑, en la posibilidad de trascender la defensiva: la fragmentación entre problemáticas y actores, la sectorialidad corporativa, la fractura entre lo social y lo político, el inmediatismo, la subordinación de las luchas sociales a los conflictos y apetencias de los poderosos, las anteojeras político-culturales, la fractura entre partidos políticos de izquierda y movimientos sociales.

 El proceso de resistencia y lucha de los pueblos ha venido formando y desarrollando conducciones colectivas de diverso carácter, formato y alcance (por ejemplo, Bolivia, 2000, 2003: guerra del agua, guerra del gas…); se han dado también importantes pasos de avance hacia la construcción de espacios mayores de articulación político-social, aunque mayormente aún alrededor de cuestiones puntuales (por ejemplo, Argentina, 2001: Frente Nacional Contra la Pobreza). El problema no es, por tanto, la inexistencia histórica de conducción política en términos absolutos. Si no se logró trascender la coyuntura y articular una conducción colectiva estable, se debe a que los actores participantes no dieron los pasos que la situación reclamaba para lograrlo.

 Se podrá alegar, tal vez, que los obstáculos fueron superiores a las voluntades en juego, pero lo que la historia muestra a las claras, es que han ocurrido incluso levantamientos o insurrecciones populares, pero si estos tiene lugar cuando solo existen conducciones sectoriales, fragmentadas, desarticuladas, no puede lograrse sobre la marcha una conducción del movimiento social y político nacional. Prácticas sectarias de partidos políticos de izquierda y lo sectorial reivindicativo de los movimientos sociales sostenidas fragmentadamente, difícilmente se traduzcan en conducciones colectivas en momentos de crisis social y política. Y así, a la deriva, el proceso social se reencauza, poco a poco, por los canales tradicionales que ofrece la hegemonía del poder. Argentina 2001-2003, es el más nítido ejemplo de ello.

 Reflexionando acerca de esto, decía entonces: Fragmentadas en su capacidad de pensamiento y acción, las distintas conducciones sectoriales, reivindicativas o políticas, participaron como uno más, reclamándose después, a sí mismas y a los demás, por no haber podido “llegar a tiempo” a la conformación de espacios colectivos, integradores, articuladores de la pluralidad de actores, pensamientos, propuestas y organizaciones o población autoconvocada. [Rauber, 2002] Lo que no llega a estar claramente comprendido, expresado y afianzado en las prácticas cotidianas, no se logrará de golpe.[2]

 Hay que aprender –todos‑ a pensar y actuar colectivamente, a construir las confianzas y la complementariedad en vez de la competencia y rivalidad entre las organizaciones…

 El pueblo en las calles forjó, históricamente, las condiciones para conformar una conducción político‑social amplia y unitaria, basada en la horizontalidad y participación plural intercultural, en lo que hace a puntos de vista, a propuestas, y a los propios actores-sujetos. Es tan rica y amplia la experiencia de resistencia, lucha y creatividad de los pueblos, que apelar crítica y autocríticamente a su historia puede abrir las puertas a un caudal inmenso de posibilidades.

 Es hora de cambiar la actitud y entender que no se puede avanzar sobre la base de la condena a las propias limitaciones –las de uno mismo y las del campo popular en su conjunto‑, sino asumiendo tanto los aciertos como las debilidades, buscando caminos y formas para superarlas y seguir adelante.
 El momento requiere madurez, honestidad, humildad, respeto mutuo, y voluntad de seguir adelante. Poco vale que solo unos tengan mayor claridad en el rumbo a seguir si todos “los demás” resultan “incapaces” de visualizarlo. Pretender erigirse por encima de todos esperando que el conjunto del campo popular se subordine a un solo criterio político y de conducción es, cuando menos, una buena forma de perder el tiempo.

 Es hora de abandonar el capitalismo que anida en el interior de cada uno/a: la soberbia, la competencia, el sectarismo y el truchaje ideológico y político. Las prácticas divisionistas –siempre funcionales al sistema‑, resultan hoy muy útiles a los sectores del poder (local y transnacional). Colocados coyunturalmente fuera del poder político en varios países del continente, buscan tiempo y oxígeno político para recomponerse y fortalecerse; lo hacen en todas las dimensiones de la vida social, y particularmente, alentando la confusión en el campo popular.

 Es hora de quitarse las anteojeras que aprisionan nuestras miradas; es hora de espíritu amplio, unitario y solidario, de crear y construir articulando lo existente con lo nuevo que emerge, en organización, participación y propuestas…

 Esto subraya –una vez más‑, la importancia de articular la diversidad fragmentada, de tender puentes –organizativos y propositivos‑ que contribuyan a articular las problemáticas sectoriales y a los actores sociales y políticos del campo popular, en aras de avanzar hacia una convergencia estratégica, personificada en la constitución del sujeto popular colectivo, articulada con la conformación de su instrumento político electoral-gubernamental. Es la fuerza político-social de liberación desdoblada en su quehacer coyuntural y estratégico, articulado en los quehaceres parlamentario y extraparlamentario.
 Horizontalidad

 Un factor crucial para la unidad es abandonar el obsoleto esquema piramidal‑jerárquico subordinante que no logra organizar fructíferamente la interrelación política entre movimientos sociales del campo popular, ni entre partidos de izquierda, ni entre partidos y movimientos. En este empeño, la horizontalidad resulta clave. Se trata de un principio de igualdad entre actores-sujetos, fundamental para construir una interrelación dialogal entre pares. Este principio ha sido subestimado y desestimado, particularmente por los partidos de izquierda, que redujeron el planteamiento de horizontalidad a una cuestión morfológica para, sobre esa base, desecharlo, calificándolo como: basista, espontaneísta, anarquista, etc.; todo, menos pensar en modificar las propias arcaicas estructuras y criterios de organización y funcionamiento partidario acorde con la diversidad de sujetos político-sociales que existen en el continente, con sus identidades, aspiraciones y subjetividades. Esto demuestra que no está claro lo fundamental: La horizontalidad no es el problema, sino la fragmentación, la sectorialización de las luchas y sus actores, y la transición defensiva de estos hacia grupos reivindicativos-corporativos.
 No se supera la fragmentación con la subordinación de unos actores a otros; esto solo reproduce las cadenas alienantes del capital; la clave política está en la articulación horizontal para la construcción de la conducción político-social colectiva, sujeto político (en permanente dinamización y reconstrucción) del proceso sociotransformador emancipatorio hacia una nueva civilización. Por ello, a la vez, lo horizontal supone lo intercultural: reconoce a todos y cada uno de los actores como potenciales sujetos plenos, con capacidades iguales, aunque fragmentados en sus modos de existencia, en sus identidades, subjetividades… realidad que no habla de gradaciones entre actores-sujetos, sino de lo impostergable de su articulación basada en relaciones de equidad horizontal entre todos y viceversa.
 La inaplazable descolonización política
 Colonizados por los conquistadores, colonizados en el pensamiento, el modo de vida, el modo de interrelacionamiento humano, colonizado en el ser y el no ser, colonizados en tanto el ser hombres y el ser mujeres y sus interrelaciones sociales y personales; colonizados además todos y todo, por el capital y su modo mercantil de existencia y exigencias, mercantilizada la vida humana, la razón, y la política, la cultura, la educación, las ciencias tanto como la economía… ¿cómo embanderar la lucha y construcción de lo nuevo sin que ello suponga, simultáneamente, impulsar un raizal e interno y externo proceso de descolonización cultural, política, de saberes y poderes en partidos y movimientos? En este sentido, descolonizar implica, de base, abandonar la pretensión de cambiar la sociedad desde arriba, así como las viejas y fallidas prácticas de buscar acuerdos entre cúpulas.
 En sentido estricto, en política, descolonizar significa construir capacidades populares de empoderamiento… para que todos estén en condiciones de hacerse cargo de su historia y de sus responsabilidades, en tanto movimientos indígenas, sociales y en tanto partidos de izquierda, todos actores constituyentes del sujeto socio-político colectivo articulado.
 Esto señala también uno de los grandes desafíos políticos actuales, tanto para los movimientos indígenas y sociales como para los partidos de izquierda y ‑en particular‑ su Foro de Sao Pablo: poner fin a la fragmentación y paralelismo existente en la relación entre partidos de izquierda y movimientos sociales.
 La inexistencia de una conducción político‑social, colectiva, unificada ‑debilidad histórica de las luchas populares‑, es uno de los principales déficit (y necesidades) actuales del campo popular.
 La foto que retrata dos actos importantes ocurridos recientemente en el continente lo muestra claramente: en Cochabamba los Movimientos Sociales, en Sao Paulo los Partidos de Izquierda. Podría alegarse que ello responde a una casualidad, dado que la Cumbre realizada en Cochabamba no estaba en agenda; pero vale tener presente que la causalidad emerge de una tendencia histórica sostenida.
 Un nuevo tipo de conducción política es necesaria y posible
 Hay muchos obstáculos para la articulación, ciertamente, pero también hay numerosos ejemplos de luchas comunes y solidarias en la historia, que han dejado una valiosa experiencia. Esta es parte del caudal de sabiduría popular acumulada que apunta la posibilidad de constitución de una voluntad política común. Por ello puede afirmarse que: En estas tierras, con históricas luchas sostenidas por movimientos indígenas y demás movimientos sociales, por partidos de izquierda, es factible avanzar hacia la construcción de una conducción político-social, en cada país y en el continente.
 En esta perspectiva resulta de interés convocar a un foro permanente político-social continental y en cada país que articule partidos de izquierda y movimientos sociales. En tal sentido, destaca la horizontalidad: articulaciones en pie de igualdad entre todos los actores-sujetos del campo popular, reconociéndose todos y cada uno de ellos constructores del sujeto sociopolítico colectivo, co-responsables de enfrentar la amenaza del hundimiento, haciendo realidad la promesa de unidad para la vida por la que claman los pueblos del Abya Yala, nuestra América.
 Bibliografía citada
 Amín, Samir (2001), “Los desafíos para el Tercer Mundo”, Revista Pasado y Presente XXI, No. 3, Separata.
 Mészáros, István (2001). The alternative to capital’s social order, K P Bagchi & Company, Calcuta.
 Rauber, Isabel (2002). “Argentina, hora de unidad y de patria.” En: ¿Qué son las asambleas populares?, Continente –Peña Lillo, Buenos Aires

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