¿A quién pertenece nuestro México? Adolfo Gilly · · · · ·



Escribo estas líneas con aprensión y con miedo: aprensión ante el proceso de entrega de la soberanía nacional a la poderosa nación vecina en el cual están embarcados el gobierno de Enrique Peña Nieto y sus aliados en el Pacto por México, porque qué es un pacto sino una alianza con fines precisos; miedo, porque es el sentimiento que hoy vive cada mexicano y cada mexicana por la suerte inmediata, cotidiana, de sus familias, sus amigos, su persona en esta tierra, que ha sido convertida en un país sin ley –y por tanto sin justicia y sin derecho– por la sólida alianza de intereses entre el crimen y las grandes finanzas nacionales e internacionales.

Este es el contexto en el cual la reforma a los artículos 27 y 28 constitucionales se conforma como la entrega a un solo postor –Estados Unidos– de los derechos sobre el subsuelo y buena parte del suelo y de los recursos naturales de la nación.

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El petróleo es un recurso estratégico, según lo define hasta hoy el artículo 28 de la Constitución. Estrategia quiere decir “dirección y conducción de la guerra o de las guerras”. No hay soberanía nacional sin estrategia y sin recursos que la sustenten y, a su vez, sean protegidos por esa estrategia. Entregar la propiedad y el control de esos recursos al país vecino –es decir, a sus necesidades estratégicas, o sea bélicas– no es una simple decisión económica ligada a la soberanía. Es rendir una parte de la soberanía territorial (y la soberanía es territorial o no es) a las necesidades de una potencia y de sus múltiples e interminables guerras: la de Irak, la de Afganistán, la de Libia, la inminente de Siria. Es además una gran potencia colocada en este siglo a la defensiva ante un mundo cuyo control va escapando de sus manos, aunque por ahora nadie equivalente ocupe ese lugar perdido.

Esa potencia militar ya controla con sus drones, sus sistemas de espionaje, sus espías, sus agentes a sueldo en el país y sus militares y policías instalados oficialmente en México, cuanto suceda en el territorio de esta nación y a ellos les interese. A los efectos militares –es decir, estratégicos– México es territorio ya cubierto por Estados Unidos en sus insensatos pero reales planes militares en el actual estado de cosas en el planeta.

La utilización en México de las fuerzas armadas de la nación –ejército, marina, aviación, cuerpos auxiliares– para tareas de policía interna, acentuada más y más por los gobiernos recientes, es una operación que, como es sabido desde siempre, destruye la moral y la razón de ser de un ejército. América Latina está plagada de casos de esta corrosión progresiva, desde Guatemala y el golpe contra Jacobo Arbenz en 1954, patrocinado por John Foster Dulles, hasta el caso extremo de Argentina bajo Videla y Galtieri, generales que en la guerra interior contra su pueblo prepararon la derrota en las islas Malvinas de un ejército con la moral destrozada.

La traición de Zedillo en la negociaciones con el EZLN y la matanza de Acteal fueron abriendo el camino para la larga empresa de desgaste de la moral de la fuerza armada de la nación, como ha sido y sigue siendo su empleo en tareas policiales que la enfrentan con la floreciente industria multinacional del narco y, peor todavía, con los movimientos indígenas y campesinos, es decir, con el México más antiguo y más profundo, según el sabio decir de Guillermo Bonfil.

Cuando las poblaciones desprotegidas –cada día más– se organizan en autodefensa contra los grupos armados del crimen, los gobiernos lanzan sus ejércitos y sus policías a desarmar a esos compatriotas a quienes ellos no protegen.

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Cientos de miles de desaparecidos y asesinados; territorios enteros donde los impuestos se pagan a la industria del narco como “derecho de piso”; denegación de justicia de la cual el caso Patishtán es hoy símbolo y emblema nacional; despojo de los derechos de organización sindical vía destrucción (SME) o vía corrupción y charros (Pemex, SNTE, la lista es larga); disolución por inseguridad reinante del derecho a circular libremente por las carreteras del propio país; destrucción del sistema ferroviario de la nación y de parte de su flota aérea; entrega de la banca al capital extranjero y sus socios nacionales; libertad plena a Wal-Mart, Dragon Mart, Soriana y sus similares para establecer monopolios de hecho sobre sectores enteros del comercio: este es el proceso de desorganización nacional que ahora se pretende culminar con la entrega del subsuelo y de la renta petrolera al capital multinacional y a las necesidades propias de la gran potencia vecina.

(Dato curioso y revelador: parece imposible, pero es verdad, que el secretario de Energía no sepa qué es “la renta petrolera”, según lo registra con asombro Javier Jiménez Espriú ayer en La Jornada.)

Innecesario agregar que esta entrega abrirá de par en par las compuertas para la penetración sin barreras y con violencia de esos mismos intereses privados en las tierras y las vidas de los pueblos indígenas y sus recursos naturales; y para la destrucción de esos pueblos y de sus mundos de la vida mediante las represas y los canales y las minas a cielo abierto, como sucede hoy en Sonora, en Chihuahua, en Guerrero, en Durango.

En esta vorágine de despojo están amagando y preparando también el asalto en Chiapas contra el EZLN, las Juntas de Buen Gobierno, las comunidades zapatistas y el autogobierno en funciones de los pueblos indígenas de la región. Si aún no lo han lanzado, es porque esos pueblos están organizados y alerta y el “mal gobierno”, como ellos lo llaman, tiene cuestiones más urgentes y teme una reacción en cadena como ya antes la hubo. Pero la amenaza sigue planeando sobre aquellas tierras.

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Una pieza capital de esta subordinación de la soberanía nacional a las necesidades de la gran potencia vecina es que el Estado mexicano haya asumido la tarea de filtro de la migración centro y sudamericana hacia el territorio de Estados Unidos, en lugar de dar un documento de tránsito temporal a los indocumentados, como había sido resuelto en principio en 2011; y que sea el gobierno del país del norte el que tenga que resolver su problema, pues la verdad es que a los indocumentados los necesitan como fuerza de trabajo pero sin derechos.

Lo vuelve a denunciar Alejandro Solalinde, director del albergue Hermanos en el Camino, el 28 de agosto en La Jornada, con motivo del descarrilamiento de La Bestia y su cauda de muertos y heridos y abandonados:

“La principal responsabilidad del Estado mexicano es velar por la seguridad e integridad de las personas que transitan por su territorio, independientemente de su estatus migratorio, pero salta a la vista que sigue haciendo un trabajo de contención, de muralla. Los descarrilamientos forman parte de eso, junto con los secuestros, las extorsiones y las redadas”.

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“¿Pero acaso no nos pertenece a nosotros nuestro México?”, preguntaba en 1988 un campesino de Jalisco en una de las incontables cartas a Cuauhtémoc Cárdenas durante aquella campaña electoral.

Un cuarto de siglo después esa pregunta sin respuesta se nos ha ido volviendo más angustiosa año con año.



Adolfo Gilly es profesor emérito de la UNAM.

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